miércoles, septiembre 05, 2007

Raíces


Vivo en un barrio olvidado. Tan olvidado que no recuerdo qué barrio es. Lo olvidé en algún momento indeterminado del pasado. Cuando voy en metro, no sé en qué parada bajarme y acabo durmiendo tirado en algún banco. El que más me gusta es el banco de Santander, que tiene un recoveco bastante acogedor en la entrada.

Mi barrio quizá esté ya derruido. La última vez que estuve allí pasaban cosas muy raras. No circulaban coches, porque nadie sabía que en aquel lugar existían calles, eso suponiendo que conocieran la existencia del lugar en sí. En cambio había un vehículo que no paraba de pasear de un lado para otro portando una enorme bola destructora que pendía de una cadena. Los chavales se entretenían correteando tras aquel engendro, que de vez en cuando se detenía y desmigajaba algún edificio.

Recuerdo que, al poco tiempo de instalarme en aquel lugar, inauguraron un mercado repleto de carnicerías, panaderías, pescaderías y fruterías. No iba nadie a comprar nada, y aunque hubieran ido no habrían podido hacerlo, puesto que nadie se encargaba de las tiendas. Allí no llegaban camiones cargados de nada. Así que daba gusto ir y pasearse por los pasillos vacíos. Algunas veces compraba cuarto y mitad de nada por cero pesetas. Era un trato justo que nadie podía reprocharme, porque además no había testigos.

Y así pudo mantenerse mi barrio durante años: gracias a la ausencia total de gastos. Ni siquiera se precisaban barrenderos, porque nadie ensuciaba. La gente permanecía en sus casas alimentándose los unos de los otros, porque se trataba de un barrio caníbal. El canibalismo no era una cuestión que suscitara el debate público, sino que era lo normal. Recuerdo que una vez surgió un grupo de ecologistas que lo desaconsejaban, pero se los comieron en seguida.

En la tele solíamos ver la segunda cadena, sobre todo los documentales de orugas, ya que todavía no existían los anuncios nocturnos de batidoras y robots de cocina. La gente montaba negocios y luego venía el tractor ese grande y los pulverizaba. Además construyeron una iglesia, pero como no iba ni Dios la convirtieron en centro cultural. El cura tuvo que ponerse a impartir clases de aerobic y baile de salón, pero no se apuntó nadie, así que se lo comieron también. Les supo a gloria bendita.

El médico de mi barrio era un tipo muy influyente. Él se encargaba de recetar las aspirinas, el frenadol y el hemoal para toda la parroquia. Trabajaba sin descanso, y la gente le pagaba como podía: unos con un dedo, otros más pudientes con un brazo entero... Lo que más le gustaba era la oreja a la plancha. Vivía bien, el médico.

El mecánico padecía de carraspera, así que tenía que coger la llave del doce con un solo dedo. Los demás se los había ido dando al médico, cada vez que éste le recetaba pastillas Juanola. Un buen día se puso a toser y toser. Parece que se puso muy grave, porque acudió de nuevo al médico y ya no volvió. Nos quedamos sin mecánico, menos mal que no había coches.

Los que tenían un piso en alquiler vivían como reyes, aunque nunca llegaban a alquilar nada, pero aseguraban que la gente que venía a ver su piso era gente muy exquisita. Menudos presumidos.

Un avispado montó un restaurante-grill, y se corrió la voz de que tenía unas costillas adobadas para chuparse los dedos. Algunos incautos entraron, y el dueño se puso morado con sus costillas. Por aquel entonces creo que quedábamos unas tres personas, aparte del médico y los niños, que vagaban sin nada que hacer y esnifaban Cabrales para librarse del tedio y la falta de expectativas. Mi mundo se desmoronaba.

Sin embargo, un buen día descubrí el Don Simón y, con él, la pérdida parcial de la memoria: mis problemas tocaban a su fin. Ahora, como no sé ni quién soy, me importa todo un bledo, así que para qué te voy a seguir contando, si además es todo mentira, ¿qué te habías creído? Bueno, excepto lo del Don Simón y lo del banco de Santander. ¿Un cigarrito, tienes?

“Ha elegido usted: gasolina súper”.


Juan Abarca. Gran escritor, gran músico.